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Alejandro Rosas
Casi al concluir el siglo XVIII llegó a la Nueva España, don Juan Vicente Güemes Pacheco y Padilla, segundo conde de Revillagigedo, considerado uno de los mejores virreyes novohispanos, en 300 años de dominio español. Gobernó de 1789 a 1794. Era un visionario y con ningún otro gobernante hubo una transformación urbana tan importante como la que se desarrolló bajo su administración.
Comenzó por la Ciudad de México, por entonces sucia, pestilente y desordenada. La gente solía arrojar sus orines por las ventanas; de ahí el grito “¡aguas!” con el que se avisaba a los transeúntes que tuvieran cuidado al pasar.
Por entonces, la capital novohispana era prácticamente un chiquero. La gente solía tirar su basura en las calles; el comercio establecido en el Parián acostumbraba dejar la Plaza Mayor hecha un muladar y el ambiente estaba aromatizado por el fétido olor de las otrora transparentes acequias que se habían convertido en riachuelos de aguas negras. Pero nada era peor que ver a la gente orinando y defecando en la vía pública.
Consciente de la necesidad de aplicar una política de salud pública, en agosto de 1790 el virrey expidió un bando para limpiar la Ciudad de México que aplicó hasta sus últimas consecuencias. Y como todo buen visionario, fue más lejos: consideró que el problema era también de educación, por lo cual decidió que desde la escuela se enseñara a los alumnos a utilizar lugares especiales para hacer sus necesidades fisiológicas:
“Debiendo cuidar principalmente los maestros de escuela que los niños y niñas se críen con el debido pudor y decoro, velarán de que no salgan a ensuciarse a la calle, teniendo en las mismas escuelas parajes destinados al efecto, donde solo se les permitirá ir uno a uno, bajo la pena irremisible de privación de ejercicio al maestro que faltare a una cosa tan esencial a la buena educación.”
El virrey comenzó por ordenar la construcción de atarjeas y drenaje para las principales calles de la ciudad. Luego las empedró, estableció el servicio de limpia y la recolección de basura, puso número a cada casa e instaló el alumbrado público con lámparas de aceite. Además, ordenó la limpieza y embellecimiento de los paseos, de las plazas y de las alamedas; controló el caos vial de la ciudad; introdujo los coches de alquiler; organizó el servicio de policía, tanto el diurno como el que por las noches prestaban los vigías llamados “serenos”; y persiguió sin piedad a los ladrones y asesinos. Así, su gobierno se caracterizó por la mano dura que aplicó contra los criminales. Gracias a Revillagigedo, la capital novohispana fue llamada “la ciudad de los Palacios”.
Otra de las innovaciones fue que, por vez primera, se permitió el uso de coches de alquiler, hoy conocidos como taxis. Para ser chofer, una de las condiciones era muy clara: debían ser decentes. Así lo señalaba el decreto del virrey Revillagigedo que autorizaba el uso de coches para el servicio público a partir del 15 de agosto de 1793.
Inicialmente sólo se autorizaron ocho carruajes. Eran cerrados, de color verde con amarillo y numerados, así podía saberse quien era el responsable “en cualquier acaecimiento”. Los coches sólo podían abordarse en la plaza de Santo Domingo, el portal de Mercaderes (frente al palacio de los virreyes) o en la calle del Arzobispado. Transitaban de las siete de la mañana a las nueve de la noche, con un “breve” periodo de tres horas para los alimentos y la siesta.
El “banderazo” era de dos reales y dos más por cada media hora. Al terminar un viaje era obligación advertir a los viajeros que registrasen el interior del coche para evitar que olvidaran alguna pertenencia. Los choferes debían ser educados, decentes, vestir uniforme y “estar entendidos que ni por la mayor urgencia han de correr ni galopar dentro de la ciudad”. Hacia 1802, ya no eran ocho, sino treinta coches los que circulaban por la ciudad de México.