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“Preso me encuentro tras de la reja, tras de la reja de mi prisión, cantar quisiera, llorar no puedo, las tristes quejas del corazón… Si no es la barca ni la falúa, lo que me espera en el ancho mar, es el terrible San Juan de Ulúa, donde mis culpas voy a pagar…”, así empiezan los versos de la Canción “El preso de San Juan de Ulúa” compuesta por Miguel Aceves Mejía.
Y es que, además de ser el resguardo de los recuerdos de muchos episodios de la vida nacional, también funcionó como cárcel de “máxima seguridad” durante más de 150 años en diferentes etapas como la inquisición, el México independiente y el porfiriato, siendo esta última etapa la que le dio terrible fama pues alcanzó el mayor número de presos.
En sus celdas de techo cóncavo y 160 metros cuadrados, podían ser encerradas hasta 200 personas. Al cruzar el puente del último suspiro, también llamado el puente sin retorno, los presos entraban al “infierno de San Juan de Ulúa”.
La lista de prisioneros célebres que moraron en el fuerte es larga: Fray Servando Teresa de Mier, fray Melchor de Talamantes, los hermanos Flores Magón, el periodista y escritor Florencio del Castillo que fue enviado por oponerse a la intervención francesa y el imperio de Max, y los huelguistas de Cananea y Río Blanco. Pero sin duda los dos prisioneros más legendarios son Chucho el Roto y la Mulata de Córdoba –aunque a la mulata hay quien la ubica en las cárceles de la perpetua, en el edificio de la Inquisición en la ciudad de México.
Cuenta la leyenda que Jesús Arriaga, mejor conocido como Chucho el Roto, famoso bandolero que a la usanza de Robin Hood le robaba a los ricos para ayudar a los pobres, logró escapar de los fortines más de una vez, saltando al agua y nadando en medio de tiburones.
También logró escapar misteriosamente, Soledad, una mujer de origen mulato –de acuerdo al sistema de castas- que vivía en la ciudad de Córdoba y que fue acusa de hechicería, y condenada por la inquisición ser llevada presa al Fuerte para luego ejecutarla.
La noche previa a la ejecución la pasó dibujando un barco en uno de los muros de su celda con un trozo de carbón, para después abordarlo y navegar frente a la atónita mirada de los carceleros.
La historia de San Juan de Ulúa es de claroscuros, pero sin duda, resguarda gran parte de la memoria mexicana.