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La era liberal - Hechos
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Sandra Molina Arceo
Con la caída de Santa Anna en 1855 y el ascenso de los liberales al poder, el gobierno de Juan Álvarez y luego el de Ignacio Comonfort promulgaron tres leyes que iban encaminadas a la separación iglesia-estado. Al darlas a conocer, la jerarquía eclesiástica comenzó a conspirar desde los púlpitos.
La primera ley representó un parteaguas pues estableció el principio de “iguladad ante la ley”. El 23 de noviembre de 1855, su autor, Benito Juárez, le dio forma al decreto del presidente Álvarez que suprimía el fuero eclesiástico y militar. Con la “Ley de administración de justicia y orgánica de los tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios Federales”, fueron suprimidos los tribunales especiales, con excepción del militar y del eclesiástico, pero se prohibió que estos tribunales atendieran los asuntos civiles de los individuos que pertenecían a estas corporaciones o que atendieran los delitos del fuero común cometidos por sus miembros.
La llamada Ley Juárez fue plasmada en la Constitución de 1857; en ella también fueron suprimidos los tribunales eclesiásticos y quedó establecido el principio de igualdad ante la ley en los siguientes términos: “que en la República Mexicana nadie podía ser juzgado por leyes privativas, ni por tribunales especiales”. Ninguna persona ni corporación podía tener fueros y sólo se reconocería el fuero de guerra para los delitos contra la disciplina militar. La ley tomó forma en el artículo 13 de la Constitución de 1857, en la de 1917 fue ratificado y hoy continúa en vigor.
El 25 de junio de 1856, el gobierno dio a conocer la “Ley sobre desamortización de fincas rústicas y urbanas que administren como propietarias las corporaciones civiles y eclesiásticas de la República”. El gobierno de Comonfort sabía que para consolidar el país en términos políticos y económicos, era necesario poner en circulación las propiedades de la iglesia con el fin de activar la economía y crear una clase media propietaria. La ley Lerdo –su autor fue Miguel Lerdo de Tejada- establecía exactamente eso.
La segunda ley no significaba que la iglesia entregara sus propiedades sin nada a cambio; no era una expropiación, era una ley que, con todo, la seguía beneficiando. El clero conservaría todos aquellos bienes destinados a su servicio: templos, conventos, casas episcopales, colegios, hospitales, hospicios, casas de beneficencia.
El resto de sus propiedades debía ponerlas en circulación, pero los particulares que las adquirieran tenían que pagarlas al clero con un interés del 6% anual, hasta que cubrieran el costo. Es decir, la iglesia recibía el pago por sus propiedades y, además, se convertía en una especie de banco hipotecario.
El clero ni siquiera se tomó la molestia de analizar la ley; su cerrazón frente a los cambios era absoluta. Cualquier nueva medida establecida por el gobierno la veía como un ataque no sólo a la institución, incluso a la propia religión y azuzaba a la gente, al ejército, a los conservadores para que rechazaran toda medida liberal.
La tercera ley, fue un alivio para la mayoría de la población. Por entonces, el clero podía recurrir a la fuerza pública para obligar a pagar el diezmo y llegó a negarse a otorgar sus servicios para los bautismos, los casamientos o los entierros si los solicitantes no pagaban los derechos correspondientes.
La clase acomodada y la incipiente clase media podía pagar sin problemas, pero en los pueblos, en las rancherías, en los barrios pobres, donde la gente apenas tenía para vivir, era imposible pagar el diezmo y los derechos parroquiales por recibir cualquier sacramento.
Contaba Melchor Ocampo, uno de los principales ideólogos del liberalismo, que en una ocasión un pobre llegó con su muerto ante el sacerdote de una parroquia en Michoacán; le suplicó que lo enterrara, que le dijera algunas misas, que le diera la bendición, pero no tenía dinero para pagarle. El cura se negó a prestar el servicio, y el pobre le preguntó: “¿Y qué hago con mi difunto?” La generosa y caritativa respuesta del párroco congeló hasta al infierno: “Sálalo y cómetelo”.
Los liberales consideraron que esta situación no podía continuar y la tercera ley estuvo encaminada a erradicar el problema. El 11 de abril de 1857 fue promulgada la “Ley sobre Derechos y Obvenciones Parroquiales”, conocida como Ley Iglesias, porque fue obra de José María Iglesias, por entonces, Ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública.
La ley prohibió a la iglesia cobrarle a los pobres derechos parroquiales por bautismos, amonestaciones, casamientos y entierros. Y definió a los pobres como aquellas personas “que no adquieran por su trabajo personal, por el ejercicio de alguna industria, o por cualquier título honesto, más de la cantidad diaria indispensable para la subsistencia”.
Las tres leyes –llamadas prerreformistas porque se dieron antes de las que expidiera Juárez en 1859, en plena guerra de Reforma-, fueron rechazadas por el clero y los conservadores; no cupo en ellos la cordura, ni hubo lugar para la razón y la respuesta ante las medidas liberales fue la acostumbrada: tomar las armas contra el nuevo gobierno.