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Su administración no comenzó con muy buenos augurios. En términos reales su llegada a la presidencia había sido franqueada por una rebelión, razón por demás para que el gobierno de Estados Unidos no otorgara su reconocimiento.
Aún así, el nuevo presidente comenzó la reconstrucción del país; se negociaron acuerdos internacionales en materia bancaria para solucionar el problema de la deuda mexicana; las vías férreas y los caminos dañados por la revolución fueron reconstruidos; comenzó el reparto agrario y la voz de los obreros se hizo escuchar a través de las primeras organizaciones sindicales. José Vasconcelos recordaría años después:
La revolución parió a la mexicanidad, desconocida hasta entonces por los propios mexicanos. Del afrancesamiento porfiriano quedaban sólo escombros. La cultura, la educación, el conocimiento del nuevo estado debía abrevar de dos fuentes: los clásicos de la cultura universal y los valores mexicanos. Vasconcelos se comprometió con su idea, proyectó obra espiritual y obra material. Campañas de alfabetización, creación de escuelas y bibliotecas, desayunos escolares, muros para los pintores, misiones culturales para llevar la palabra, la letra y el libro a los confines de la república. Por cuatro años México se convirtió en la capital cultural de América Latina, el viejo sueño bolivariano de la unidad continental parecía cumplirse al menos en el ámbito de la educación y la cultura.
Las ideas revolucionarias, que en algunos otros ""generales"" producían un caos mental, a Obregón lo dejaban sereno, pues era un convencido de los métodos moderados y su aspiración más profunda era imitar los sistemas oportunistas de Porfirio Díaz. Era militar estricto en campaña, pero amigo de las formas civiles en al vida ordinaria y en el gobierno. Poseía el talento superior que permite rodearse de consejeros capaces, y aunque su comprensión era rápida, sus resoluciones eran reflexivas. Los primeros años de su gobierno determinaron progreso notorio de todas las actividades del país. La agricultura y el comercio prosperaron bajo una paz que no era fruto del terror, sino de la tranquilidad de los espíritus y de la ausencia de atropellos gubernamentales.
Le sentaba bien la presidencia. Paladeaba el poder con gusto norteño. Era un improvisado de la política pero, con sonrisa franca y alegre carácter, se dejó guiar por su pragmatismo reuniendo bajo la sombra de la silla presidencial a hombres notables para ejercer el poder. Al igual que Porfirio Díaz, dejó hacer en todos los ramos de su administración, pero las decisiones de orden político se concentraban en última instancia en su voluntad.
A nadie resultó extraño que llegara al poder un general, ranchero, escasamente culto y fanático de los toros. Lo verdaderamente sorprendente fue su apuesta por el nacimiento de una cultura propia, puramente mexicana. Bajo su gobierno fue creada la Secretaría de Educación Pública. José Vasconcelos -su titular y el más notable de los ministros del gabinete- emprendió una cruzada educativa que se movía entre la realidad y cierta utopía romántica y personal.
El gobierno de Obregón fue, sin embargo, un claroscuro. La luz de personajes como Vasconcelos, Adolfo de la Huerta, Manuel Gómez Morín, Antonio Caso -ocupando cargos en diversos niveles de su administración- se apagó ante la política de las armas. Los sonorenses en el poder eliminaron a los principales miembros de la generación de revolucionarios que por su fidelidad a los principios, su honestidad y la calidad moral mostrada en los campos de batalla, le habrían dado un rumbo diferente -verdaderamente democrático- al país que renacía de la guerra civil.
Lucio Blanco, dedicado a las actividades del campo había sido magonista. Salvador Alvarado se incorporó al maderismo desde 1909. Rafael Buelna, interesado por la poesía y la literatura, fue un periodista combativo en El Correo de la Tarde de Mazatlán y presidente del Club Democrático de la misma localidad (1909). Manuel M. Diéguez magonista convencido, participó en la célebre huelga de Cananea. Francisco Murguía, aficionado a la fotografía dejó la paz de su vida para unirse a la revolución, Fortunato Maycotte, amante de las faenas agrícolas. Benjamín Hill, Pancho Villa y varios otros eran veteranos de la revolución y acompañaron a Madero desde el comienzo de su lucha. Buena parte de ellos, además, militaron bajo las órdenes de Obregón durante la revolución constitucionalista.
Al iniciarse la década de 1920, cada uno de los generales tomó distintos derroteros. Parecían buscar en sus propias historias una explicación de su lucha. Habían defendido sus derechos desde los inicios del siglo buscando abrir los espacios políticos cerrados por un régimen -el porfiriato- que parecía eterno. Más de veinte años habían transcurrido desde entonces y con la misma vehemencia criticaron las prácticas antidemocráticas y la forma violenta de hacer política que convirtieron a Obregón en ""el caudillo"".
Con la sucesión presidencial en ciernes, a fines de 1923, Adolfo de la Huerta renunció a la secretaría de Hacienda para lanzarse a competir por la silla presidencial. Obregón le cerró el paso. Tenía ya designado al sucesor: Plutarco Elías Calles. Don Adolfo se opuso a la imposición y se levantó en armas. El presidente, que no permitía desafíos militares, encabezó personalmente la campaña contra los rebeldes y para mayo de 1924 regresó victorioso a la ciudad de México. Entre 1920 y 1924, la vieja guardia de la revolución desapareció a manos del obregonismo. Fueron víctimas de la traición, del asesinato o del paredón de fusilamiento durante la revolución delahuertista. Tenían en promedio cuarenta y cinco años.
En 1924, el general depositó la banda presidencial en manos de Calles y regresó a su hacienda en Sonora para dedicarse otra vez a los negocios particulares. Era un hombre visiblemente viejo a los cuarenta y cuatro años. Había aumentado de peso considerablemente y su carácter se endureció aunque por momentos se le podía escuchar alguna frase graciosa. ""Tengo tan buena vista -solía comentar- que desde aquí vigilo la silla presidencial"". Todos lo sabían, incluso Calles: su mirada estaba puesta en la reelección -su fuente de la eterna juventud.
Desde su tierra natal, Obregón movió los hilos de la política para impulsar la reforma constitucional que le permitiera regresar a la presidencia para el periodo 1928-1932. Aparentemente había sonorenses para rato. Sin mucho problema el Congreso ""le dio tormento a la Constitución"" y reformó el artículo 83. Obregón lanzó por segunda vez su candidatura a la presidencia.
El camino hacia la reelección fue construido con sangre. Con la de sus opositores -Francisco R. Serrano y Arnulfo R. Gómez- y con la suya. Aún así, antes de la primera y única derrota de su vida -frente a la muerte-, Obregón desafió a su destino en dos ocasiones más. En octubre de 1927, en Chapultepec fue víctima de un atentado dinamitero del cual salió ileso. Su fallido victimario no corrió con la misma suerte: al día siguiente, Luis Segura Vilchis y el padre José Agustín Pro -supuesto cómplice- fueron pasados por las armas. Días después, en Orizaba se verificó un nuevo atentado sin consecuencias para el general.
Cansada del pretensioso general, la muerte lo saludó en el restaurante La Bombilla de San Ángel. Un retrato de su rostro y una pistola en manos de José León Toral cegaron su futuro a los cuarenta y ocho años de edad. No podía ser de otra forma: la reelección le costó la vida. La lucha por la no reelección había costado 1 millón.
De todos los personajes de la revolución -escribió Ramón Puente- Obregón es el más dramático, quizás el más complicado en psicología por la variedad de matices y por la rapidez con que se improvisa militar y político. Militar de prudencia combinada con osadía y político de entusiasmo renovador, amalgamado a una frialdad impresionante de hielo. Sobre él es prematuro todo juicio con pretensiones definitivas.