Graciela Olmos: la bandida

Música - Personajes

Alejandro Rosas

Supo codearse y complacer a lo más selecto de la familia revolucionaria: políticos, caudillos, caciques, artistas e intelectuales. No había personaje de la vida política nacional o del mundo del espectáculo, periodistas, toreros, y gente de la alta sociedad capitalina que a mediados del siglo XX no conociera a Graciela Olmos, la famosa “Bandida”, y mucho menos que no hubiera asistido a su burdel de la calle de Durango, en la colonia Condesa, uno de los más concurridos del México posrevolucionario, lugar propicio para la bohemia y el sexo.

     Con su lucrativo negocio y con todo lo que veía cotidianamente dentro de las cuatro paredes de su burdel se ganó la amistad y confianza de buena parte de sus clientes -también de granjeó la enemistad de no pocos hombres-. Su paraíso terrenal era frecuentado por personajes como Alemán, Ruiz Cortines o López Mateos; líderes obreros como Fidel Velázquez o Fernando Amilpa; artistas de la talla de Agustín Lara, Pedro Vargas, Marco Antonio Muñiz o Álvaro Carrillo  –además de que tríos como Los Panchos, Los Tres Ases y Los Diamantes amenizaban las noches-; intelectuales como Pablo Neruda, Diego Rivera, Octavio Paz, Juan Soriano o José Vasconcelos, entre muchos otros.

     En una ocasión, la Bandida –quien no cantaba mal las rancheras y además era compositora- le dedicó el corrido “7 leguas” de su autoría, al otrora secretario de educación Pública. Al terminar su interpretación, Vasconcelos le dijo: "¡Mira, Bandida, tú has hecho más por México con el 'Siete Leguas', que Lázaro Cárdenas con la expropiación Petrolera!"

     “Durango 247 estaba siempre lleno de muchachas, todas jóvenes, algunas guapas –escribió Carlos Tello Díaz en su obra Historias del olvido-, que permanecían allí sin variar, hasta las dos de la mañana. Iban vestidas con traje de noche. Los clientes las conocían por sus apodos: la Barca, la China, la Gema, la Torta, la Lunares, la Yuca, la Campana (‘una que tocaba todo el mundo’). Algunas eran extranjeras, cubanas sobre todo, como la Chiquis y la Degenerada”.

     Con una vida turbulenta, Graciela había pasado del amor espontáneo, libre y desinteresado en su juventud –el de los cuentos de hadas- a la venta de su amor en los expendios de pasión y finalmente a ofrecer también el amor de otras mujeres que engrosaban las filas de su próspero negocio y a quienes procuraba educar y preparar con esmero para hacerlas diosas de su oficio.

     Nacida en 1895, siendo niña fue víctima del ataque de Pancho Villa y sus secuaces –cuando era bandolero- a la hacienda de La Buenaventura donde vivía y trabajaba con su familia. Pocos lograron sobrevivir, entre ellos Graciela y su hermano –que a la larga sería sacerdote-; a partir de ese momento su vida se convirtió en un constante peregrinar. Uno de los forajidos que perpetraron el asalto fue José Hernández, un antiguo maestro conocido como El Bandido de quien se enamoró 8 años después, cuando Villa colgó el traje de asaltante para vestir el de revolucionario, y con su ejército llegó a Irapuato, donde se encontraba por entonces Graciela.

     Sin pensarlo, contrajo nupcias, marchó con su marido al frente de batalla como soldadera y se fue ganando el apodo de la Bandida. Poco le duró el gusto, Graciela perdió a su esposo en las batallas del Bajío en 1915. Joven y viuda, anduvo por todos lados, incluso se dice que llegó a traficar whisky durante los años de la prohibición e hizo negocios y le cantó al mismísimo Al Capone.

     Devuelta en la ciudad de México hacia finales de los años veinte, se dedicó a “tumbarle la lana” –como ella lo decía- a la nueva generación de políticos surgidos de la revolución. Trabajó en el prostíbulo de Francis Villarreal y luego en la casa de citas de Ruth de Lorge, hasta que finalmente logró establecer su propio negocio. Decía Graciela que la casa de la calle de Durango había sido un obsequio de Ernesto P. Uruchurtu, el llamado “regente de hierro”.

     A lo largo de varios años la Bandida vendió poco amor y mucho sexo, y hasta le entró al tráfico de drogas al menudeo para sus clientes. Era parte de la vida cotidiana de la cada vez más populosa ciudad de México; un icono de los bajos fondos. Por momentos tuvo que enfrentar el acoso de la policía, pero siempre salió bien librada por sus buenas relaciones con los políticos.

     Sin dinero –escribió Estrella Newman, biógrafa de la Bandida-, por casi todos olvidada, una noche de mayo de 1962 Graciela Olmos descansó de decirle sí a la vida. Fue amortajada por la madre superiora de un asilo de huérfanos, al que Graciela siempre mantuvo y ayudó. Alcanzó a llegar a darle los últimos auxilios y a echar agua bendita sobre su féretro su hermano sacerdote, Benjamín, El Beato, como ella le decía. No pudo tener mejor epitafio que su propia inspiración en su canción La Enramada: “Ya la enrama se secó/el cielo el agua le negó...”.