Fiestas del primer Centenario

El Porfiriato - Hechos

Las fiestas del primer Centenario de la Independencia en 1910 representaron la oportunidad de mostrar al Mundo el grado de progreso, avance y crecimiento que había alcanzado el país bajo el gobierno de Porfirio Díaz.

El proyecto nacional del porfiriato: la modernización del país, basado en tres pilares: orden, paz y progreso fue la mejor carta de presentación para recibir a los embajadores de otras naciones. Inauguraciones, verbenas, veladas literarias y musicales, banquetes, bailes, homenajes, develaciones, procesiones y desfiles llenaron las actividades de los mexicanos del 1 de septiembre al 6 de octubre de 1910.

Desde el 1 de abril de 1907 se había constituido la comisión encargada de los festejos del centenario. El presidente Porfirio Díaz señaló que ""el primer centenario debe denotar el mayor avance del país con la realización de obras de positiva utilidad pública y de que no hay pueblo que no inaugure en la solemne fecha, una mejora pública de importancia"".

Guillermo de Landa y Escandón fue designado presidente de la Comisión Nacional del Centenario y estuvo a cargo de ella hasta el final de los festejos. Para operar, la Comisión se apoyó en dos secretarías: Instrucción Pública y Bellas Artes y Relaciones Exteriores.

Desde la Sría. de Instrucción Pública y Bellas Artes, Justo Sierra desarrolló el programa cultural y educativo. Desde la Sría. de Relaciones Exteriores, Ignacio Mariscal desarrolló la visión positivista, orden, paz y progreso, para mostrar al mundo que México ya era una nación moderna y civilizada.

El mes de septiembre se vistió de gala al recibir 32 misiones especiales y casi igual número de misiones permanentes. Representantes de países como Estados Unidos, Japón, Italia, Alemania, Chile, Cuba, Portugal, Bélgica, Grecia, Venezuela, Colombia y Brasil hicieron acto de presencia desde principios de mes. Los elogios por el progreso de México eran constantes, así como los sofisticados obsequios con los que se presentaban ante Porfirio Díaz.

El embajador especial de España, el marqués Camilo de Polavieja se presentó ante Porfirio Díaz el 7 de septiembre. Su presencia en México le dio un especial énfasis a las fiestas. Entre los obsequios que el marqués entregó al gobierno mexicano a nombre del rey Alfonso XIII, se encontraba el uniforme de Morelos. La devolución de éste, el 17 de septiembre, causó gran emoción entre la sociedad mexicana y Díaz agradeció efusivamente el gesto. En el salón de embajadores y con la voz quebrada dio el discurso que rompería con el protocolo acostumbrado por los asistentes que ovacionaron intempestivamente el hecho.

Los representantes de todos los países continuaron llegando a lo largo de septiembre. Prácticamente toda América Latina se hizo presente. Los actos y festejos en que éstos participaron eran de igual manera cotidianos. El 8 acompañaron al general Díaz a rendir homenaje a los Niños Héroes, el 10 se efectuó en Palacio Nacional el banquete más fastuoso que desde tiempos de la República se había realizado ahí. En este evento, Porfirio Díaz recomendó a las embajadas extranjeras que ""de vuelta a vuestros países, decid a vuestros gobernantes el puesto que ha alcanzado México.""

El día 11, los delegados de Bolivia, Holanda, Perú, Ecuador y Francia, llegan a nuestro país. El 13 se conmemoró el Día Alemán en el que el embajador entregó a México una estatua del ilustre científico Alejandro de Humboldt en magna ceremonia. Las fiestas en Palacio Nacional eran todas fastuosas y elegantes con un gran derroche de recursos para su buena consecución.

En la mañana del 14 de septiembre comenzó un desfile con veinte mil participantes que tenía el propósito de depositar ofrendas florales en las urnas funerarias que guardaban los restos de los libertadores de la nación en el altar de los Reyes de la Catedral, donde silenciosamente entraron todos. De los veinte mil que marcharon, diez mil eran obreros.

El 15 fue, sin duda, el día más emotivo y especial de todo el mes. Durante la jornada el general Díaz recibió las felicitaciones de las delegaciones representantes de los distintos países. El embajador Henry Lane Wilson, a nombre del Cuerpo Diplomático le ofreció en sus palabras su mayor admiración por parte del mundo al hombre que representaba al país entero. Por la noche, Porfirio Díaz rememoró el grito de Dolores y aunque en primera instancia no logró que repicara la campana -un partidario de Madero le había puesto un trapo al badajo- en el tercer intento sonó estrepitosamente arrancándole un grito de júbilo al pueblo convocado en el zócalo de la ciudad de México.

Ese mismo día, por la mañana se realizó el desfile histórico. Desde meses antes comenzaron los preparativos que culminaron con el magno evento, quizás el más vistoso de las celebraciones. Frente a la multitud transitaron carros alegóricos que representaban los pasajes fundamentales de la historia mexicana.

Cerca de las 11 de la mañana, ingresó a la plaza de Armas, Hernán Cortés. El conquistador iba a caballo escoltado por seis soldados que abrían paso a su numerosa comitiva. Marchó delante de la multitud y se detuvo frente a Palacio Nacional; minutos más tarde, llegó el rey azteca ataviado esplendorosamente con joyas y plumajes de todos colores. Era Moctezuma, acompañado por sus guerreros y sacerdotes, que como todo gran señor, llegaba sentado en el trono que los súbditos aztecas cargaban en sus hombros. Tambores y clarines amenizaban el histórico encuentro. Atrás del conquistador se asomaba doña Marina, la famosa Malinche, custodiada por algunos de los capitanes de Cortés.

Siguió una representación que recordaba los siglos de dominación española, con participantes vestidos a la usanza colonial, cargando el pendón donde juraban los virreyes y los miembros del Ayuntamiento.

La ovación no se hizo esperar cuando aparecieron los carros alegóricos con escenas del México independiente y particularmente cuando por la calle de San Francisco (hoy Madero) hizo su entrada triunfal, como en 1821, el victorioso Agustín de Iturbide, quien acompañado por Vicente Guerrero, iba al mando del Ejército Trigarante. El contingente era enorme, todos los soldados iban perfectamente uniformados y al frente ondeaba orgullosa la bandera de las tres garantías.

Siguieron dos grandes carros alegóricos, el primero provenía del estado de Hidalgo para glorificar la memoria del Padre de la Patria e iniciador de la independencia. Conforme avanzaba su carro, la multitud se brindó generosamente y según refieren las crónicas, en ningún momento dejó de aplaudir.

Una recepción similar tuvo el carro alegórico del estado de Michoacán, con el que rendía tributo a su hijo predilecto, José María Morelos y Pavón. De acuerdo con el programa, en la parte posterior del carro, se podía ver una escena del famoso sitio de Cuautla.

Otro de los cuadros históricos presentado durante el desfile fue el de la defensa de Chapultepec que llevó el estado de Veracruz. En él se podían apreciar a los niños héroes defendiendo heroicamente el Castillo, cuando las puertas ya habían sido destruidas por los invasores estadounidenses.

La parada militar del día 16 fue una de las más esperadas dentro de las festividades. La jornada comenzó cuando el general Porfirio Díaz se presentó en el Paseo de la Reforma a inaugurar uno de los monumentos que con el tiempo se convirtió en el símbolo de la ciudad: la Columna de la Independencia.

Construida bajo el diseño e indicaciones del arquitecto Antonio Rivas Mercado, la columna despertó el asombro de los asistentes ante su belleza y magnificencia. La inauguración sólo calentó el ambiente para el siguiente evento, el desfile militar.

Cerca del medio día, Don Porfirio presidió el desfile del ejército mexicano que se realizó bajo una lluvia de flores. Unos días antes varios contingentes militares de otros países rindieron honores a la patria desfilando por las calles de la capital de la república, pero el 16 fue absolutamente de los mexicanos. Cuerpos de infantería y caballería, marinos, zapadores y artillería mostraron su clase y gallardía frente a la gente que no dejó de aplaudir en ningún momento.

Un día después, se realizó el paseo de las antorchas que fue un recorrido nocturno lleno de belleza y simbolismos. En la Alameda Central se reunieron cientos de personas. Entrada la noche, se apagaron las luces de la Avenida Juárez y se prendieron las antorchas -previamente distribuidas entre la gente- que mostraban un espectáculo en la oscuridad como ningún otro. Los participantes comenzaron a caminar y la música, las risas y el buen ambiente se hizo presente hasta llegar al Zócalo. La llama de la libertad iluminó los caminos del Centro Histórico.

El 22 de septiembre se realizó una de las inauguraciones más importantes. Con la presencia del presidente Díaz, de su ministro de Instrucción Justo Sierra y 20 delegados extranjeros, fue reabierta la Universidad Nacional de México. En los días subsiguientes, los delegados se fueron retirando a sus lugares de origen con la imagen de un México nuevo.

El evento que clausuró las fiestas del Centenario se realizó el seis de octubre en el Palacio Nacional. La mayor parte de los distinguidos invitados ya habían regresado a sus lugares de origen, pero eso no demeritó el acto. El evento se llamó ""Apoteosis de los Héroes de la Independencia"" en el que se les rindieron honores a los restos de los libertadores de la patria. Todo el mes de septiembre había sido un tributo a ellos, la clausura no podía dejar de serlo.

Las fiestas del Centenario transcurrieron en aparente calma. Sin embargo, los cohetones que tronaron en el cielo capitalino y los fuegos pirotécnicos que emocionaron a los asistentes en poco tiempo fueron sustituidos por el ruido ensordecedor de los cañones y los rifles. Parte de la sociedad mexicana estaba a punto de tomar las armas para recuperar sus derechos políticos y sociales. Cuando las fiestas del centenario se apagaron, sonó la hora de la revolución mexicana en noviembre de 1910.