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Por Alejandro Rosas
“¡Cácaro!” es un grito que alguna vez fue famoso, pero que en la actualidad casi está en desuso. Ha sido sustituido casi por completo por los chiflidos o los abucheos. Pero aún así, seguramente lo ha escuchado toda la gente que ha ido cuando menos una vez al cine.
El “cácaro” es casi el grito de guerra del espectador; grito de impaciencia, de molestia, que se combina con ciertos chiflidos hasta que el operador arregla la cinta, enfoca la proyección o corrige el sonido.
Según cuenta la tradición, el origen del ¡cácaro! se encuentra en Guadalajara. Hacia 1909 el cinematógrafo llevaba más de una década de haberse ganado el gusto de la gente. El fascinante invento de los hermanos Lumiére echó raíces en México y las principales ciudades del país contaban con varios locales que daban cabida al cinematógrafo. Las vistas –así se les llamaba a las secuencias que proyectaban– ya no causaban temor como al principio. Llegó a saberse de gente que, al ver un tren en la pantalla, salía corriendo despavorida.
José A. Castañeda era un popular empresario de cine. Tenía una sala de proyecciones conocida como Salón Azul en Guadalajara. Por entonces, las películas eran silentes, por lo que el público le gritaba a don Pepe para que se las explicara. Don José era muy ocurrente y hacía los efectos de sonido de las películas que proyectaba e inventaba los diálogos. A veces hasta había oportunidad de musicalizarlas muy precariamente en vivo. La gente se divertía mucho con las invenciones, bromas, y ocurrencias del dueño del Salón Azul.
Para 1911 este empresario instaló en dicha ciudad la carpa Cosmopolita y contrató a Rafael González para encargarse de la proyección de las películas. Todo el mundo lo conocía, no por el gusto que ponía en su trabajo, o la admiración que le provocaba el cine, sino porque de joven había sido atacado por la viruela y su rostro mostraba las huellas de la enfermedad: estaba cacarizo.
Le decían el “Cácaro”, y cuando había algún problema con la proyección, don José gritaba: ¡Cácaro, Cácaro! Era tan pintoresco el personaje, que a veces se quedaba dormido durante la proyección y no cambiaba el rollo de la película. Con el tiempo el grito se convirtió en parte del ambiente cinematográfico y llegó para quedarse.