Berrinche imperial

La era liberal - Hechos

Alejandro Rosas

Se encontraba al borde de las lágrimas; respiración agitada, manos temblorosas… recorría la habitación de un lado a otro y aventaba los objetos que tenía a su alcance. Manoteaba, gritaba... De pronto se detenía, suspiraba con profundidad y continuaba con la dramática escena. Su rostro desencajado las gotas de sudor marcadas en su amplia frente, advertían que Maximiliano atravesaba una verdadera tragedia. Y en su fuero interno, sólo bajo sus ojos, lo era.

     La mañana del 10 de abril de 1864, a unas horas de que Maximiliano diera su respuesta definitiva a la Comisión formada por un grupo de conservadores que le había ofrecido la corona mexicana -de una monarquía que sólo existía en su imaginación-, el archiduque se encontraba en pleno berrinche; poco faltó para que pataleara y se privara. Estaba cerca del colapso nervioso gracias a su hermano Francisco José quien, unas horas antes, le había asesitado un golpe que llevó a a la lona a Max.

     El archiduque no era heredero directo al trono austriaco pero lo rondaba como buitre, “por si se ofrecía”. La posibilidad de que algo se ofreciera se alejó una vez que su hermano Francisco José, el emperador, tuvo descendencia. Tendría que desaparecer toda la familia de Francisco José para que Max tuviera una oportunidad de llegar al trono, lo cual, por decir lo menos, era improbable.

     Pero para que Max se estuviera en paz, y lo improbable no se hiciera posible bajo ninguna circunstancia, Francisco José aprovechó la oportunidad para quitárselo de encima de una vez y para siempre. Al tener la certeza de que Max aceptaría la corona mexicana, Francisco José le recordó la historia de la conquista y lo obligó a quemar sus naves, cual nuevo Hernán Cortés, con un documento que le presentó el 9 de abril de 1864 y que fue conocido como “Pacto de familia”.

     Max era dado a creer que podría salirse con la suya en todo momento; que ninguna de sus decisiones implicaban un sacrificio como contraparte. Así que pensó: “acepto la corona mexicana pero si en algún momento las circunstancias juegan a mi favor, regreso a ocupar el trono austriaco”. Nunca imaginó que su hermano el emperador, le cerraría esa puerta y todas las demás del palacio de Schönbrunn.

     El artículo 1 del Pacto de Familia fue demoledor para Max: “S. A. Ilustrísima el archiduque Fernando Maximiliano renuncia para su augusta persona y para sus descendientes, á la sucesión en el Imperio de Austria y en todos los reinos y países que de él dependan… de tal manera que mientras exista uno solo de los archiduques ó de sus descendientes… ni S. A. Ilustrísima (Maximiliano), ni sus descendientes, ni ningún otro en su nombre, podrá hacer valer en ningún tiempo derecho alguno a la expresada sucesión”.

     Como pudo, Max firmó el pacto y se despidió para siempre del trono austriaco, con lo cual sus esperanzas de llegar a ser un monarca en Europa se esfumaron. Ese 10 de abril de 1864, cuando la Comisión mexicana llegó a Miramar, el archiduque era un fantasma asolado por fantasmas: lo asaltaron las dudas, el miedo, la incertidumbre, pero Carlota no permitió que se quebrara. La dignidad y el orgullo antes que nada. Maximiliano aceptó oficialmente, agradeció y se retiró a sus aposentos para continuar su berrinche, mientras la archiduquesa y futura emperatriz de México permaneció con los mexicanos como una cortesía.  

     Nada de esto vieron o quisieron ver los conservadores mexicanos; si en verdad había alguna oportunidad para establecer una monarquía en México a mediados del siglo XIX, los propios conservadores se encargaron de sepultarla desde el momento en que, con muy mal tino, aceptaron la propuesta de Napoleón III: Maximiliano era de lo peorcito de la realeza europea, no porque fuera un déspota o un tirano, sino porque era un hombre falto de carácter, que se evadía con facilidad frente al infortunio.

     “Ligero hasta la frivolidad –lo describió Emmanuel Masseras, personaje que lo conoció-, versátil hasta el capricho, incapaz de encadenamiento en las ideas como en conducta, a la vez irresoluto y obstinado, pronto a las aficiones pasajeras, sin apegarse a nada ni a nadie, enamorado sobre todo del cambio y del aparato, con grande horror a toda clase de molestias, inclinado a refugiarse en las pequeñeces para sustraerse a las obligaciones serias, comprometiendo su palabra y faltando a ella en igual inconsistencia, no teniendo en fin la experiencia y el gusto a los asuntos graves y sólo inclinándose ante las cosas agradables de la vida. El príncipe encargado de reconstruir a México era, bajo todos los puntos de vista, diametralmente opuesto al que hubiera necesitado el país y la circunstancias”.

     En un hombre así, los conservadores pusieron el destino de México.